ESTÉTICA EN TIEMPO DE edición EN TIEMPO DE ESTÉTICA
13 de diciembre de 2009
El hilo del para siempre
Por Tomás Caballero Roldán
En estos días teñidos en la prensa por el pulso de la activista saharaui Aminetou Haidar con el rey de Marruecos y el gobierno de España, no puedo evitar hacer un modesto y parcial repaso del tema, al tiempo que vierto también mis más sinceros sentimientos al respecto. El reto de Haidar pasa por trazar un puente entre su pueblo ocupado en el Sáhara Occidental y su pueblo exiliado en los campamentos de refugiados de Tinduf, una brillante acción que une simbólicamente dos órganos inseparables en su identidad, y que nunca deberían haber sido separados por el uso de la fuerza. Hace ya más de treinta años se produjo uno de los atropellos más brutales de la historia contemporánea —no es el único, desde luego...—. Un desalojo de dimensiones mayúsculas que se llevó a cabo con las frías herramientas de un pensamiento mezquino e imbécil, de ese al que le basta con vaciar el espacio y el territorio humanos —mediante bombas, sangre, napalm y terror—, para llenarlo después con los elementos más apropiados a su antojo —seres hambrientos, precondicionados, pagados o seducidos con una tierra por colonizar, la carnaza de unos especuladores que siempre maquillan las realidades y entierran los acontecimientos al tiempo que tapan la historia sucesiva de la memoria que ellos mismos han neutralizado [¿por qué será que este mecanismo me resulta tan familiar?]–. (Conviene decir que esos mismos ciudadanos muertos de hambre suelen ser arrastrados y engañados por los tiranos, que prometen a los recién llegados algo que nunca será suyo, y los convierten así en vanos cebos de un inmenso teatro vacío e inhumano.)
Sí, el desalojo se produjo bajo el silencio de unas sociedades y de unos gobiernos que se consideran a sí mismos soberanos —los europeos, los españoles en particular, algo digno de vergüenza—, de la mano de unos descerebrados capaces de masacrar, asesinar, envenenar, secuestrar y encerrar en prisiones siniestras a jóvenes, mujeres, niños y moribundos a fin de sentirse grandes y poderosos, victoriosos a los ojos de su pueblo después de cerrar la voz de quienes se dignan a decirles que no, prestos a rematar al cadáver para sentir el efímero momento de triunfo que da el sometimiento puntual de la realidad. El necio prefiere destruirlo todo, antes de admitir una duda. Pero tanto unos como otros, los razonables como los despotas, unidos ambos en la letanía global contemporánea de la multiculturalidad, relativista para unos y fundamental para otros, son capaces de abandonarlo o de destrozarlo todo si ese todo no es para ellos, los unos con su indiferencia interesada y cínica y los otros con el hierro candente de su terror autorizado. Que nadie se engañe, desde luego, con tolerancias maquilladas, pues más bien son indiferencias cínicas; ni tampoco con las franquezas del tirano, pues son sinceridades que juegan con la ventaja del que tiene la fuerza y posee la aureola de una cómoda silla. Una sinceridad admirable sería más bien la que no esconde su debilidad bajo la fuerza, la que ofrece su capacidad de negociar de igual a igual cuando alguien desvela su exceso; y, por su lado, la tolerancia venerable parecería más bien la que no pone zancadillas ni hace la vista gorda al posible tropiezo del diferente, la que busca alianzas honestas y no siembra enemigos potenciales o traidores.
Se hace muy difícil y a la vez imprescindible la paz, como presente, frente a unos irresponsables que estarían dispuestos a destrozar cualquier tipo de regalos siempre que no pudieran alcanzarlos o tuvieran la obligación de compartirlos, si su fruto corriera el riesgo de extenderse, como los dones, entre seres iguales. De hecho, los necios no respetan la libertad de reparto de las migajas, ni la experiencia íntima del duelo, ni el aprendizaje continuo de la derrota: siempre intentan apropiarse incluso de lo que por naturaleza no sería nunca suyo, hasta de lo que a todas luces nunca podrían merecerse. ¿Cómo potenciar la paz, entonces?
Pues bien, hace más de treinta años se produjo un corte en el corazón de un pueblo, el saharaui: en un lado quedó el éxodo interior de una parte de la población hacia las profundidades del gueto de los territorios hoy «ocupados» por Marruecos, colonizada, sometida y torturada a la más mínima voz de protesta —que nadie se engañe tampoco con supuestas aperturas democráticas, porque ya vemos que decirse «saharaui» allí supone la expulsión o la tortura—; mientras tanto, en el otro lado quedó un éxodo exterior de quienes huían de la guerra, el hambre y los bombardeos de fósforo, un éxodo al rincón más inhóspito del desierto del Sáhara argelino, donde no crecería ya nada sin la ayuda internacional, a pesar de la lucha de hombres, mujeres y niños contra los elementos. Allí resisten hoy, todavía, en su irreductible ilusión de treinta años, los refugiados que huyeron ya hace treinta, ahora con sus niños y los hijos de sus hijos. Sólo la dignidad se extiende allí como un aroma en sintonía con el aire cálido y el silencio de esa tierra momentánea, prestada y repleta de polvo, emanando de esa gente inmensa, dulce, interminable, portadora de un fondo cultural inabarcable. Esa heroica gente de los campamentos es el otro pie del pueblo saharaui, el pie de su exilio exterior.
Estos días he tenido la suerte de vivir en mi propia piel los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf. Nunca encontraría suficientes palabras para expresar el dolor ante tamaña injusticia histórica, ante tamaña pérdida de caudal humano encerrado en su propia espera, en ese callejón sin salida del que es responsable la comunidad internacional. Nunca podría expresar la complejidad de su mirada, la paz de sus ojos o el tacto de su mano tierna pero firme. Nunca podré entender por qué se ha de detener el tiempo de un pueblo, por qué se le ha de cortar un pie a la historia. Y nunca encontraré palabras para expresar lo que valen unos segundos, unos minutos, unos días en compañía de esas personas. Ojalá pudiera construir un túnel para poder cumplir con ellos una tarea básica de humano: intercambiar a diario con ellos necesidades e inquietudes, reconstruir con ellos su dignidad, en su propio espacio y en su propia tierra, colaborar en su derecho a decidir por sí mismos, en su capacidad de hacer crecer su espacio, su sociedad, su tierra, sin atender al dictado de quienes no los respetan. Ayudarles a construir su presente, limpiamente, a fortalecer hasta el infinito su esfuerzo pacífico por recuperar lo suyo. Ojalá pudiera poner un pie en su tiempo y ayudarles desde aquí a reconducir de nuevo el pulso de su memoria. Y con ella toda la memoria de ese inmenso desierto que llega hasta Asia.
No recuerdo haber visto tanta humana dignidad, y tan cerca, aunque tantas veces la haya imaginado. Me parece que es por completo urgente y necesario plantearse para qué tanta pérdida de tiempo en individualidades, egolatría, consumismo, posesiones, miedos, cortijos y fronteras, y a qué viene tanto infantilismo por parte de nuestras sociedades, que están viendo aleladas como todo se diluye (en vano) y son incapaces de quitarse esa sonrisa de bobas por el éxito, el poder, la seguridad, la imagen, las fiestas y las ferias (como si la vida fuera solo el ensayo de una obra que nunca llegará, que nunca se podrá vivir, en la que nunca saldremos a la verdadera escena, como si hubiéramos asumido ya definitivamente que el tiempo siempre se frustra antes de vivirlo como nuestro).
En fin, salud y fuerza en estos días... y suerte, Aminetou, para ti y para tu pueblo.
Ver toda la información publicada en SAHARA RESISTE por el regreso al Sáhara de Aminetu Haidar
Fuente: ESTÉTICA EN TIEMPO DE edición EN TIEMPO DE ESTÉTICA
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