(*) Publicado en Generación de la Amistad Saharaui (web)
El cinco de marzo de 2001, Brahim Ahmed resultó muerto como consecuencia de un atropello en la vía pública. El accidente ocurrió en la Plaza del Doctor Ferrer i Cajigal, delante del Hospital Clinic i Provincial de Barcelona. La misma ambulancia que lo había atropellado lo trasladó rápidamente al Servicio de Urgencias y, aunque no tardó más de tres minutos, Brahim ingresó cadáver. Alguien anotó en el certificado de defunción: «Varón, de unos setenta años, raza árabe». En realidad, Brahim Ahmed era saharaui y acababa de cumplir cincuenta años. Sin embargo, el sol de los campamentos de Tinduf, el viento del desierto y la terrible sequedad de la hammada lo habían convertido en un hombre avejentado y casi ciego. El joven anciano no llevaba documentación, ni dinero, ni nada que pudiera dar pistas de sus familiares. Un auxiliar novato, conmovido por la suerte de aquel hombre, se acercó al cadáver de Brahim y le cerró los ojos. Al pasarle suavemente la mano sobre los párpados, comprobó alarmado que del lagrimal escurrían unos granos de arena que a primera vista le parecieron lágrimas secas. Observó el fenómeno con sorpresa, pero no encontró ninguna explicación. Aquella misma noche, el cadáver de un saharaui yacía en el depósito en espera de que alguien lo reclamara.
Brahim Ahmed jamás leyó un periódico ni un libro, pero era un hombre sabio. Hasta los veinticinco años había sido pastor, como todos sus antepasados. Luego fue soldado durante poco tiempo, hasta que una bomba de napalm le abrasó la mitad del cuerpo y un obús le reventó los tímpanos y lo dejó sordo para siempre. Desde entonces pasó su vida en el campamento de refugiados de Ausserd, al sur de Argelia. Sentado en lo alto del pequeño montículo en que terminaban las tiendas de su wilaya, vio crecer a sus hijos, pero no pudo escuchar sus risas, ni siquiera contarles historias, porque a base de mirar el horizonte fue olvidando su idioma y perdiendo la vista. Pero Brahim no perdió la memoria y en ningún momento del exilio se olvidó de su tierra, ni del día en que tres aviones Mirage F1 franceses, pilotados por marroquíes, soltaron su carga de fuego sobre Tifariti. Ocurrió un 19 de enero de 1976, y las bombas incendiarias hicieron agujeros tan grandes en el suelo del Sáhara, que cabía dentro una persona de pie. Destruyeron el cuartel, el zoco y los barracones prefabricados que los españoles habían dejado abandonados en su apresurada huida. Cuando la esposa de Brahim lo encontró entre los cadáveres, no podía siquiera sospechar que su marido no estaba muerto del todo.
Durante siete días, nadie reclamó el cadáver del saharaui en el depósito del hospital. Finalmente, según las normas, Brahim Ahmed fue enterrado en el cementerio con una pequeña marca en letras negras que decía: «Desconocido». Y debajo, la fecha de la muerte.
Cuando Malika llegó al depósito preguntando por su padre, ya hacía más de dos días que lo habían enterrado en un rincón del cementerio. Malika había nacido en los campamentos de Tinduf, pero estudió medicina en Cuba. Ahora, tras el embargo, hacía la especialidad en Barcelona. Clavada frente a la inscripción «Desconocido», no pudo evitar sentirse culpable de la muerte absurda de su padre. Le parecía verlo sentado en la pequeña colina en que terminaba la wilaya de La-Güera, recorriendo con la vista el horizonte del desierto como si vigilara rebaños inexistentes. A fuerza de otear la hammada, su padre tenía el Sáhara prendido en su mirada cegata, como una enorme duna que creciera hacia todas partes. En los dos días que Brahim había pasado en Barcelona, después de muchos años de trámites para venir a operarse, no había hecho otra cosa que añorar la sequedad del desierto y la firmeza del viento. Brahim no conoció más que una calle de la ciudad, aquella en que vivía su hija, enfrente del hospital. Ahora Malika lamentaba que no lo hubieran enterrado según el rito musulmán y que el cuerpo de su padre no mirase hacia La Meca.
A mediados de abril, la prensa local se hizo eco escuetamente del robo de un cadáver en el cementerio. Por la mañana apareció la tumba vacía y sin rastros que delataran a los asaltantes. La noche anterior Malika, con la ayuda de un compañero de estudios, había sacado el cuerpo de su padre. Lo envolvieron en una manta y lo transportaron en una vieja furgoneta hasta una loma que se erigía a pocos kilómetros de la ciudad. En una ceremonia muy sencilla, enterraron a Brahim en lo alto, mirando en dirección al Este, y colocaron una piedra grande a la cabeza y otra a los pies. No hubo llantos ni aspavientos.
La hija de Brahim no volvió más a la tumba de su padre. Por eso no supo que, a las dos semanas de haberlo enterrado en aquel fértil montículo, la hierba alrededor del túmulo se iba quedando mustia, y en su lugar aparecían la tierra seca y las piedras. Al cabo de un mes, la apartada elevación sobre la que estaba la tumba era un secarral abrasado por el sol. Nadie se percató hasta mediados de junio, cuando unos niños descubrieron la mancha ocre de la arena en mitad del verdor del entorno. Sin embargo, no le dieron importancia. En pleno verano, la arena se había extendido como el agua y ocupaba algo más de una hectárea. Los curiosos, dominados por la superstición, no se atrevían a pisar las dunas que el viento había ido formando. Malika, la hija de Brahim, ya entrado el otoño oyó en la radio que un extraño fenómeno de desertización estaba devastando amplias zonas al norte de la ciudad. Cuando empezó el invierno, un inquietante mar de arena con olas como dunas avanzaba amenazante, y sin que nadie pudiera ponerle freno, hacia los barrios periféricos de Barcelona.
Relato incluido en el libro “Lavapiés”
Ed. Opera Prima, 2001
(*) Luis Leante, ganador del Premio Alfaguara 2007 por “Mira si yo te querré”, nos ha cedido amablemente la difusión de este cuento y su inclusión en el apartado de colaboraciones de la web de Generación de la Amistad
Fuentes:
*Generación de la Amistad Saharaui (web)
*POEMARIO POR UN SAHARA LIBRE
*SaharaLibre.es
El cinco de marzo de 2001, Brahim Ahmed resultó muerto como consecuencia de un atropello en la vía pública. El accidente ocurrió en la Plaza del Doctor Ferrer i Cajigal, delante del Hospital Clinic i Provincial de Barcelona. La misma ambulancia que lo había atropellado lo trasladó rápidamente al Servicio de Urgencias y, aunque no tardó más de tres minutos, Brahim ingresó cadáver. Alguien anotó en el certificado de defunción: «Varón, de unos setenta años, raza árabe». En realidad, Brahim Ahmed era saharaui y acababa de cumplir cincuenta años. Sin embargo, el sol de los campamentos de Tinduf, el viento del desierto y la terrible sequedad de la hammada lo habían convertido en un hombre avejentado y casi ciego. El joven anciano no llevaba documentación, ni dinero, ni nada que pudiera dar pistas de sus familiares. Un auxiliar novato, conmovido por la suerte de aquel hombre, se acercó al cadáver de Brahim y le cerró los ojos. Al pasarle suavemente la mano sobre los párpados, comprobó alarmado que del lagrimal escurrían unos granos de arena que a primera vista le parecieron lágrimas secas. Observó el fenómeno con sorpresa, pero no encontró ninguna explicación. Aquella misma noche, el cadáver de un saharaui yacía en el depósito en espera de que alguien lo reclamara.
Brahim Ahmed jamás leyó un periódico ni un libro, pero era un hombre sabio. Hasta los veinticinco años había sido pastor, como todos sus antepasados. Luego fue soldado durante poco tiempo, hasta que una bomba de napalm le abrasó la mitad del cuerpo y un obús le reventó los tímpanos y lo dejó sordo para siempre. Desde entonces pasó su vida en el campamento de refugiados de Ausserd, al sur de Argelia. Sentado en lo alto del pequeño montículo en que terminaban las tiendas de su wilaya, vio crecer a sus hijos, pero no pudo escuchar sus risas, ni siquiera contarles historias, porque a base de mirar el horizonte fue olvidando su idioma y perdiendo la vista. Pero Brahim no perdió la memoria y en ningún momento del exilio se olvidó de su tierra, ni del día en que tres aviones Mirage F1 franceses, pilotados por marroquíes, soltaron su carga de fuego sobre Tifariti. Ocurrió un 19 de enero de 1976, y las bombas incendiarias hicieron agujeros tan grandes en el suelo del Sáhara, que cabía dentro una persona de pie. Destruyeron el cuartel, el zoco y los barracones prefabricados que los españoles habían dejado abandonados en su apresurada huida. Cuando la esposa de Brahim lo encontró entre los cadáveres, no podía siquiera sospechar que su marido no estaba muerto del todo.
Durante siete días, nadie reclamó el cadáver del saharaui en el depósito del hospital. Finalmente, según las normas, Brahim Ahmed fue enterrado en el cementerio con una pequeña marca en letras negras que decía: «Desconocido». Y debajo, la fecha de la muerte.
Cuando Malika llegó al depósito preguntando por su padre, ya hacía más de dos días que lo habían enterrado en un rincón del cementerio. Malika había nacido en los campamentos de Tinduf, pero estudió medicina en Cuba. Ahora, tras el embargo, hacía la especialidad en Barcelona. Clavada frente a la inscripción «Desconocido», no pudo evitar sentirse culpable de la muerte absurda de su padre. Le parecía verlo sentado en la pequeña colina en que terminaba la wilaya de La-Güera, recorriendo con la vista el horizonte del desierto como si vigilara rebaños inexistentes. A fuerza de otear la hammada, su padre tenía el Sáhara prendido en su mirada cegata, como una enorme duna que creciera hacia todas partes. En los dos días que Brahim había pasado en Barcelona, después de muchos años de trámites para venir a operarse, no había hecho otra cosa que añorar la sequedad del desierto y la firmeza del viento. Brahim no conoció más que una calle de la ciudad, aquella en que vivía su hija, enfrente del hospital. Ahora Malika lamentaba que no lo hubieran enterrado según el rito musulmán y que el cuerpo de su padre no mirase hacia La Meca.
A mediados de abril, la prensa local se hizo eco escuetamente del robo de un cadáver en el cementerio. Por la mañana apareció la tumba vacía y sin rastros que delataran a los asaltantes. La noche anterior Malika, con la ayuda de un compañero de estudios, había sacado el cuerpo de su padre. Lo envolvieron en una manta y lo transportaron en una vieja furgoneta hasta una loma que se erigía a pocos kilómetros de la ciudad. En una ceremonia muy sencilla, enterraron a Brahim en lo alto, mirando en dirección al Este, y colocaron una piedra grande a la cabeza y otra a los pies. No hubo llantos ni aspavientos.
La hija de Brahim no volvió más a la tumba de su padre. Por eso no supo que, a las dos semanas de haberlo enterrado en aquel fértil montículo, la hierba alrededor del túmulo se iba quedando mustia, y en su lugar aparecían la tierra seca y las piedras. Al cabo de un mes, la apartada elevación sobre la que estaba la tumba era un secarral abrasado por el sol. Nadie se percató hasta mediados de junio, cuando unos niños descubrieron la mancha ocre de la arena en mitad del verdor del entorno. Sin embargo, no le dieron importancia. En pleno verano, la arena se había extendido como el agua y ocupaba algo más de una hectárea. Los curiosos, dominados por la superstición, no se atrevían a pisar las dunas que el viento había ido formando. Malika, la hija de Brahim, ya entrado el otoño oyó en la radio que un extraño fenómeno de desertización estaba devastando amplias zonas al norte de la ciudad. Cuando empezó el invierno, un inquietante mar de arena con olas como dunas avanzaba amenazante, y sin que nadie pudiera ponerle freno, hacia los barrios periféricos de Barcelona.
Relato incluido en el libro “Lavapiés”
Ed. Opera Prima, 2001
(*) Luis Leante, ganador del Premio Alfaguara 2007 por “Mira si yo te querré”, nos ha cedido amablemente la difusión de este cuento y su inclusión en el apartado de colaboraciones de la web de Generación de la Amistad
Fuentes:
*Generación de la Amistad Saharaui (web)
*POEMARIO POR UN SAHARA LIBRE
*SaharaLibre.es
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